Roberto Cignoni sobre Acúfenos, de María Rosa Maldonado


Postfacio

alfabetos que saltan como las semillas del acanto
sutiles inscripciones:
cada cosa su signo y en el signo la cosa
las funda el vertedero amoroso
para un por qué y un para qué?



¿Por qué ínfimos acuerdos, de los que el hombre es, tal vez, sólo un testigo que aflora a través de la tinta, se ofrecen las palabras a hablar de las cosas como si las cosas mismas hablasen en las palabras? ¿Por qué juego, o incorregible goce, se retiran ellas de los catálogos y los saberes donde permanecían congeladas, y son ya el gesto y la animación de criaturas o de objetos capaces de revelar cualidades inéditas?
Ah, espesor sensible, prodigioso del lenguaje, hecho de estratos y de pliegues, de resistencias y accidentes, por los cuales es preciso transportarse para encontrar los alumbramientos infinitos del espesor de las cosas. Idioma que hace nuevo al mundo, mundo que es otro bajo el celo de asombro y novedad de las voces que acontecen: estos poemas, avergonzados del carácter y la función que a vosotros quiere asignárseles, se empecinan en un diálogo corpóreo, desean una naturaleza mucho más poderosa que la naturaleza ofrecida por la ciencia y la ciencia otorgada por los hombres.
Cosas-palabras, palabras-cosas, vosotras no os volvéis ya víctimas de una descripción a través de medios tan precisos como acostumbrados, ni esclavas de un conocimiento cuyas nominaciones se desean inmutables, sino que hacéis posible una serena vivificación donde ya no insisten la noción que substancia o el parecer que limita.
Palabras que os animáis al secreto de los gestos y de los enlaces soberbios de formas y arquitecturas, de torbellinos y de danzas, vuestros poderes se dilatan y vuestros alcances despiertan otra vez al universo en los oídos de quien las escucha. Acordes o trances con los cuales todo está en movimiento, donde el aliento se dice extensión e intensidad, y por los que no existe imagen que no deje escapar una oleada, un cántico variado, alguna embriaguez capaz de activar un juego sin motivos o una visión indiferente a las razones del espíritu.
Habéis llegado a estos poemas para remover un impulso que parecía agotado en nuestras lenguas diminutas, prontas a secarse bajo la afectación de las habladurías y los torpes decorados del sentido común. Habéis otorgado, entre unos silencios y unos signos breves, el coraje de un mundo que no se resuelve, el calor de cierta impropiedad inmune a la gotosa provisión de verdades. Tanto eleváis acentos entre la tierra y los cielos, tanto componéis una sintaxis con las criaturas y sus ensueños, tanto ofrecéis un libro de vocales a las perfecciones de lo imaginado, que descubrís para nuestra vida el trabajo de suscitación que la descuenta de una voluntad de absoluto o alguna obsesión por la cima.
Estos poemas las acogen como su cuerpo y su temblor, nunca sobreañadidas al mundo, nunca inoportunas para el único suceso que allí se precipita. No entran las unas en las otras por fuerzas de absorción, no se engendran las unas en las otras por vías causales. Ligeras y sensitivas, no se les conoce voluntad por un progresivo acrecentamiento, ni dan la impresión de sufrir los dolores de la no justificación. Jamás se han querido, sobre este mundillo de huellas, los cuerpos segundos del sueño, la experiencia o la realidad voraz. Se puede decir que empecinan su único amparo en el camino que realizan, sin que este camino esté tensado por las urgencias de la fuga o las pretensiones de la meta. No hay otro movimiento en su nombrar que el de la expansión, saliéndose tantas veces de sí mismas para encontrarse de nuevo en millares de hermanas, abrazando la misma, primordial fuerza con otra nota, otro rango, otro matiz. Se las siente donar, para nuestra humilde estancia, un entusiasmo de despliegue y transfiguración, anticipando en su nacimiento una despedida franca, en su despedida un nacimiento irreversible.
Palabras arrojadas por las aguas, las flores y los animalitos del pensamiento, los incomparablemente más vivos, se os percibe a menudo como brisas venidas de muy lejos, sin vértigo, sin choques, sin ruido, encontrando por vez primera a quién hablar. Y aquel a quien misteriosamente han sido dirigidas, vagabundo aun de toda condición, se descubre y se nombra a través de vosotras, sin que este nombre tenga más entidad que el amoroso susurro entre unos bordes labiales.
Acanzáis así vuestra perfección, desconociendo la cotidiana y bullanguera frivolidad que los hombres se permiten varias veces al día, buscando, con sus opiniones y discursos, alguna seguridad o confianza terminales. Cada una se apega a su sonido y a su imagen, igual que el molusco a su concha, cada una habita la morada que no ha tardado en secretar de su propio cuerpo. Y así nada se siente, irreductible en su modo y desde el sensitivo concierto de su presencia singular, ínfimo u omnipotente, divino o terreno.
Como pequeñas zumbadoras a los umbrales del alba, se os siente asomar ajenas a la rumia y el bostezo, a la trascendencia y el versículo. ¿Qué sabiduría no celebraría el árbol que ascendéis, capaz de contemplar en amorosa meditación? ¿Quién no vacilaría en volverse con vosotras una hormiga sobre la ciénaga del ser, siempre ligera, lista a recoger muestras del dios y hacer con ellas su comida? ¿Y qué ojo, al rozar apenas la superficie sedosa de vuestras letras, no irradiaría el color rosa francia de las células madre o la negrura del sol que dibuja un melanoma?
Hoy me he encontrado con vosotras en este pequeño libro cuyo suelo, tan extraño a las rutas y a las señales camineras, nunca seguramente acabaré de recorrer. Me he labrado en sus valles, sus hondonadas, sus grietas, sus ondulaciones, he explorado su flora y su fauna sin temores o conflictos ante alguna especie de excepción. El calor vuelve a abrazarme en la mímica sutil de unos gestos que se enlazan, el tiempo se diluye en figuras capaces de embargar con melancolías secretas o contentos, con rabia desnuda o arrojos de fe. A cada emisión de una salva conductota, a cada ritmo de cualidades, a cada enlace o relieve del silencio, emerge una visión impredicable, una cosmogonía que no se condiciona por el llamado de los mitos o la exigencia de las religiones. El mundo se convierte en una exhuberancia de frutos, de apariciones súbitas y coloridas, despojadas de cualquier signo o valor, de alguna escala o jerarquía. Tanto es posible responder, sin sentimiento alguno de contradicción, al llamado de la artemia franciscana enamorada de la luz, como a la anémona de venenos siempre prontos en sus largos dedos de reina. Y tanto es posible transportarse, sin los límites que impone un reino, de los iones metálicos disueltos en un río, a la gracia vivaz de las algas verdes, los ciliados y las sutiles diatomeas.
Todo ahora se vuelve afín entre voces inmemorialmente enfrentadas por un prejuicio común. Elementos y seres que tantas veces fueron clasificados y estacionados en parcelas mortuorias, se sienten libres de difundir su física espontánea a la medida de los encantamientos y no de las razones directrices. Gradualmente penetran en una sublime orquestación donde las hipótesis y el Absoluto cesan de distanciarse, asisten el milagro a través de un timbre y una semántica que el hechizo hace suyos. Las categorías, empecinadas en separar a las cosas y seccionar nuestra percepción, se ven de pronto pensando con colores, con perfumes, con formas, con intensidades. Desconcertadas bajo esta apoteosis, se confunden en caracteres de escritura, alientan los rayos de la acentuación, el mineral brillante de los sustantivos, la savia de artículos y de conjunciones. La página se vuelve, al mismo tiempo, un organismo de escritura y una atmósfera sensible, y las frases, que ya no magnifican la esencia o la definición de las cosas, emergen a la temeridad de asociaciones inéditas, de evanescentes indicios, de enigmas.
A su compás la inteligencia, tantas veces soslayada del pensamiento por los criterios y las convicciones, duramente emplazada por las disciplinas ante los embates de la incertidumbre, extrae a los signos de su mausoleo y los esparce en una infinidad de diáfanos vitrales, transparentes ante una luz que no retienen y multifacéticos según la incidencia que dicha luz asiste. Las leyes y los imperios del concepto se esfuman; a un vibrar, la idea amanece en cada punto engendrando según su anarquía y desplegando según su apertura.
El misterio y la aparición, nunca de este modo en trance de separarse, convocan a los nombres para un brindis de errancias; ellos se vuelven diestros en eclosionar a espaldas de los peajes ordinarios y las señales de admisión. Si pudiésemos ahora tentar el infinito, lo encontraríamos en el despliegue que cada imagen no deja de alentar de sí hacia sí, nunca idéntica en su puro devolverse; si concediésemos una eternidad, la apreciaríamos por ese olvido de recuerdo y promesa que el libre encontrar se procura en fulgor.
Sonoridad pensante o drama sinfónico, cada poema hace de sus símbolos el rostro íntimo de la inmensidad; inmerso el hombre, la línea de sentimiento que incide avanza siempre en puntas de pie, cuidadosa de no otorgar algún flanco débil a las necesidades emotivas y a la explosión de sus descargas. Y aun cuando la materia, impulsada a cuidar de las voces una consistencia antes ignorada, se ofrece al decir entre brisas y contracciones humanas, no se la siente retener de éstas más que un sentido ausente: iconizar lo invisible, figurativizar el misterio, edificar lo abstracto, amueblar el vacío, son aprehensiones de la humanidad que no dejan de tangir, pero, jamás enquistadas en poeta, no se advierten más que como eco o fantasma, como difuminado o matiz.
Dinámica de lo asombroso, todo deviene: los géneros, las especies, los individuos; los vapores, los dialectos, las partículas y los átomos, los tejidos y los órganos; un país, un bosque, un fenómeno divino; las bombas, las piedrecillas, los dioses y los vientos, las enfermedades y los fármacos; los mares, los sueños, las estrellas, las radiaciones. Todo se vuelve intercambio, beso mágico de las ósmosis. La tinta entrega sus sémenes precoces y el empuje de un hálito convierte al verbo en fenómeno. Los elementos y las criaturas, alguna vez dispersos, habitan la página como sembradíos de los que nada es posible cosechar si no se tientan los riesgos y las apostasías, los imponderables y los desvíos. Las cosas escriben su enmienda de libertad. La belleza se anuncia siempre extraña a sus referencias.
Tal vez nos preguntemos, lectores sencillos o rebuscados, pacientes o ansiosos, cómo es posible vislumbrar entre todo ello algún horizonte. Confundidos tantas veces, embargados por notas y giros desconcertantes, “los primeros ojos “ acuden en nuestro auxilio para emanciparnos de la perturbación, de cualquier infeliz altercado de lectura. Iluminación de un motivo en vigilia amorosa, la imagen vuelve a confiársenos en una visión primicial. A un soplo arranca “las capas del estruendo”, desaprende lo mirado hasta que lo imposible de ver impresiona y talla. El relámpago surge de imprevisto como el punto brillante que escapa al reconocimiento, el azar feliz de la despreocupación que hace visible. Formas y objetos, figuras y seres, responden sólo a su propio modo de advenir, sin que ninguna causa soberana o divinizante rito imponga su razón ineluctable. Las cosas fulgen, despuntan exentas de asimilación o deriva: el beleño, la piedra calamita, las hojas triboladas de la hepática nobilis, los bulbos gemelos de la orquídea, asisten la infinita promisión, el roce en destellos de presencia y vacío. Aliadas a la mano amistosa, no hay nada que las funde, “ellas son el vertedero”, la acogida del lenguaje en coronación de fuente.
De un norte a otro norte, bajo la sensitiva música que crea los acuerdos, me he encontrado hoy con estos poemas. No he podido, a su través, más que volver presente lo esencial: el nombrar no es ansia, ni concilio con un mundo, ni súplica por un bien que al fin pueda alcanzarse, sino apenas constancia de un vacío, despliegue de toda escena y todo anonadamiento entre un por qué y un para qué inavistables. La existencia no cesa de asistirse un puro comienzo, la ausencia prodigiosa de motivo volviéndose su propio origen, corazón del libre fruto que precede a la siembra. Comprendo con ella cuando, alumbrándose toda amplitud, me concede toda respiración, cuando, concediéndose toda respiración, me ilumina toda amplitud. Puedo entonces advertir, cualquiera sea la imagen a la cual interiormente me sienta unido, que es la visión entera, la visión inabarcable, la que está en juego. Todo se muestra distante, desplazado, singular, y sin embargo, no dejo de estar allí, celo irradiante de nadie sin promesa de destino.
Así, palabras, nunca me separo de vosotras. Vuestro avance, sobre un montón de voces impregnadas de óxido, se realiza otra vez en desorden: hacéis remolinear los manuscritos, demoléis las significaciones, vareáis rabiosamente vuestros frutos más consentidos. Contra la posesión a la que os quieren someter unos labios infectos, sois capaces de hablar por fuera y aun en contra de vosotras mismas. Sacudís en la intemperie germinante la identidad que os haría mortales. Comprendéis, al fin y al cabo, aquello que, obsesivamente, nos embargaba cuando éramos apenas unos niños: no sabemos lo que el mundo quiere decirnos, no sabemos lo que queremos decirle al mundo. Y así cada día sois las únicas que, dejándose hablar, nos ofrecen la respuesta generosa.
Hoy volvéis a sostener, en la levedad de unos trazos primordiales, una sola y continua evocación por la cual, a través de los tiempos y en el sin tiempo fundante, energías y seres,
poderes y cosas se corresponden, obran, fecundan, ofrecen
la amistad de su puro suceder. La página se abre: de una
imagen a otra del poema hacéis vértice en las lejanías. Vuestra
inmensidad es el sentido del misterio aventurado.


Roberto Cignoni

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