Ezequiel Zaindenwerg sobre Elegías Doppler, de Ben Lerner


Prólogo


La lírica negativa de Ben Lerner




En 1957, en una reseña de Stanzas in Meditation, tal vez el libro más experimental e importante de Gertrude Stein, un joven John Ashbery analizaba uno de los procedimientos poéticos fundamentales de su predecesora: una monotonía “fértil, que produce entusiasmo, como el fluir monótono del agua en la represa produce energía eléctrica”, la abundancia de conectores “descoloridos”, en contraste con la esporádica aparición de “una naranja, una lila o un Albert”, que Stein incorporaba en el poema “para recordarnos que en efecto estaba hablando del mundo, nuestro mundo”. Ashbery comparaba estas irrupciones contrastantes con “ciertas pinturas monocromáticas de de Kooning, en las que pinceladas de color aislado adquieren una exquisitez que jamás habrían tenido fuera de contexto, o una pieza musical de Webern, donde una única nota que toca la celesta irriga de repente todo un desierto de sonidos áridos y chirriantes”.
Quien haya frecuentado la obra de John Ashbery probablemente reconozca aquí una descripción precisa de la poética del propio autor, con excepción tal vez del “Autorretrato en un espejo convexo”. Lo que está en juego es una idea de representación del mundo y la experiencia sensible, que en lugar de la mímesis tradicional –según la que, a nivel del contenido, a un objeto, a un atributo o a una acción les corresponderían una palabra o una frase–, propone una suerte de traducción formal.  No se trata de nombrar el mundo por medio del lenguaje, ya que, como sabemos, la relación entre las palabras y las cosas es arbitraria y convencional. El poema no opera por simple metonimia, al recortar un objeto o una escena como si fueran representativos de una totalidad inabarcable. Más bien, la relación entre poesía y experiencia del mundo sería, según Ashbery, de orden rítmico:

Si estas obras presentan una gran complejidad e incluso, para algunos, resultan ilegibles, no se debe tan sólo a que la vida, que es su tema, sea complicada, sino a que de hecho imitan su ritmo, su forma de ocurrir,  en un intento por dirigir nuestra atención hacia otro aspecto de su verdadera naturaleza.

La experiencia de la vida, para Ashbery, es una tela opaca o un continuo de ruido ininteligible. Sin embargo, la irrupción de una pincelada de color –como en de Kooning– o de una nota de celesta –como en Webern– reconfigura el conjunto y cobra la fuerza de un acontecimiento, no por sí misma,a sino en esa alternancia solidaria –rítmica aunque espasmódica– entre luz y oscuridad, música y ruido.
Lo que sorprende, incluso más que el hecho de que Ashbery utilice a Stein como un espejo en que estudiarse a sí mismo –algo que, a fin de cuentas, es un tropo de la crítica del que este ensayo probablemente no escape–, es que un autor a quien se considera un pionero de la posmodernidad y el experimentalismo en poesía se refiera a –e incluso reivindique– una “verdadera naturaleza”.
       Esta tensión entre experiencia y representación es también central en la poesía de Ben Lerner, que reconoce de manera explícita la influencia de Ashbery. Amén de que el título de la novela por la que quizá sea más conocido (Saliendo de la estación de Atocha, de 2011) está tomada de un verso de Ashbery, ya en su primer libro, Las figuras de Lichtenberg, publicado a los veinticinco años, Lerner declaraba:

Si pudiera servirles de consuelo, nos gustan los primeros libros de John Ashbery.
Si pudiera servirles de consuelo, no va a sentir nada.

       Esta insensibilidad que en Lerner es sin embargo consuelo se traduce en sus poemas en distancia irónica y apatía. Pero, al igual que en la obra de su precursor, se trata de una estrategia retórica.  En los poemas de Ashbery, a menudo se encuentran páginas enteras de una inaccesible opacidad, interrumpidas de manera tan dramática como súbita por el fogonazo de unos versos que iluminan el conjunto, y cuyo resplandor no habría sido tan potente de no haberse rodeado de un cúmulo de sombras.  En Lerner, un poeta menos sensorial y plástico que Ashbery, los escasos pasajes de efusión afectiva adquieren más vigor y nitidez por fuerza del contraste. Pero este procedimiento, como pronto veremos, no se limita al plano subjetivo.
       Casi a la misma edad –alrededor de treinta años– en que Ashbery había escrito sobre Stein, Lerner reseña a su predecesor. Si bien el ensayo de éste es, en términos generales, menos abiertamente autorreferencial que el de Ashbery, ofrece claves importantes que permiten rastrear la apropiación de algunos procedimientos que le atribuye Lerner. En “El futuro continuo: la mediación lírica de Ashbery”, dice:

La sensación de que el poema “verdadero” de algún modo ha sido suplantado por el texto que tenemos delante se ve incrementada por el uso frecuente de Ashbery en su poesía de diversos discursos críticos, ya sea, por ejemplo, la jerga pseudomarxista de “Definición del azul” (“El auge del capitalismo es paralelo al avance del romanticismo / y el individuo es dominante hasta el cierre del siglo XIX”, etcétera), la crítica de arte en el “Autorretrato en un espejo convexo” o la sofistería filosófica de “Tres poemas”, entre otros ejemplos; Ashbery asimila los vocabularios de la “literatura secundaria” en la “fuente primaria” (...) Si Ashbery se muestra impaciente ante la crítica, especialmente las críticas que ha recibido, se debe a que su poesía ya es una especie de texto secundario, por extraño que sea. Sus poemas son glosas a poemas a los que no podemos acceder; como si el poema “verdadero” estuviera escrito del otro lado de una superficie espejada.

Jerga pseudomarxista, crítica de arte, sofistería filosófica: estos registros discursivos aparecen una y otra vez en la poesía de Ben Lerner, pero siempre desplazados de contexto, como si el poeta quisiera mostrar irónicamente lo vacío y absurdo de esos lenguajes solipsistas fuera de sus respectivas áreas de especificidad.  La relación entre estética, política y filosofía es un tema central de reflexión en la poesía de Lerner, y el hecho de que elija citar versos de Ashbery que relacionan romanticismo y capitalismo está lejos de ser ocioso. Se trata de una confluencia que Lerner trabaja, por ejemplo, en los montajes que realiza en sus poemas entre la esfera política –la guerra, el mercado, los medios masivos de comunicación– y el mundo del arte contemporáneo. Además, Lerner cita de manera explícita dos veces a Novalis (“el sentido que se ve a sí mismo deviene espíritu”), primero en Las figuras de Lichtenberg, y luego como epígrafe de “Elegía didáctica”, tal vez el poema más escalofriante que se haya escrito sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001.
De todos modos, más que el reciclaje de estos discursos críticos que, fuera de contexto, devienen ruido, basura lingüística, y que cobran una nueva y extraña belleza al verse iluminados por contraste, lo que llama la atención en el análisis de Lerner de la poética de Ashbery es la idea, de espíritu platónico por cierto, de que el poema es un reflejo, siempre secundario, de una entidad inaccesible de orden superior que sólo es posible glosar –tal vez de eso se trate la “lírica negativa” de la que habla en su “Elegía didáctica”. En cualquier caso, hay al parecer en ambos autores una idea de la poesía como forma de acceso a una totalidad que no se puede abarcar: la mímesis rítmico-formal de la experiencia de un mundo intraducible en palabras que Ashbery le atribuye a Stein; y la nostalgia de Lerner por el espejo originario en cuya superficie están escritos los poemas “verdaderos” a los que ya no es posible acceder. Pero ambos poetas difieren en temperamento: la sed de totalidad de Ashbery es sensual y vitalista; la de Lerner, más bien formal y melancólica, a la manera de Theodor W. Adorno, cuyas ideas rondan de manera fantasmal . Esa nostalgia se manifiesta, además, en la elección de formas. Las figuras de Lichtenberg se compone de poemas de catorce versos que parecen restos de sonetos. En Ángulo de guiñada predominan los poemas en prosa, y en Camino libre medio es central el uso de las técnicas vanguardistas clásicas del collage y del cut-up. Es como si Lerner trazara, a lo largo de su obra, un recorrido por la historia de la poesía. Por otra parte, en todos sus libros se repiten una serie de motivos o imágenes que producen un efecto de obra como totalidad orgánica.
Lerner construye sus poemas con restos y remedos del discurso académico, científico y de la crítica de arte para, al despojarlos de su férrea autorreferencialidad institucionalizada, devolverles una relación con el lenguaje y la experiencia común. La nostalgia de Lerner es crítica y estética en el sentido etimológico –κρίνειν significa “separar, decidir, juzgar”; αἴσθησιςpercepción o sensibilidad–  porque separa esos fragmentos de lenguaje de un contexto solipsista para volver a vincularlos a una experiencia sensorial pasible de ser compartida, aunque a veces el propósito, a pesar de la ironía, como en la ya citada “Elegía didáctica”, sea pedagógico –algo que cuadra bien con un poeta cuyo apellido, en alemán, significa ”estudiante”.
En efecto, en tanto poeta crítico, Lerner es también un poeta moral. Otro ejemplo paradigmático es el título en inglés de su tercer libro, Mean Free Path. Si bien la expresión designa, en física, a la distancia entre dos colisiones sucesivas de las moléculas de un gas, si se toma cada una de las palabras por separado en su sentido literal, la frase también podría interpretarse como “el cruel –o, mejor todavía: el mezquino– camino libre”, una crítica bastante transparente de la ilusión de libertad capitalista.
       También podría decirse que es un autor cómico, en el mismo sentido en que lo es Kafka, con cuyas falsas parábolas comparten mecanismos varios de los breves poemas en prosa de Ángulo de guiñada. Como Kafka, Lerner se vale del humor como una lente impiadosa para percibir el mundo. Y a sí mismo: desde Las figuras de Lichtenberg, Lerner es consciente de que, por más que socave, mediante su procedimiento poético característico, las jergas especializadas que alejan aun más el lenguaje de la experiencia del mundo, el otro lado del espejo –donde está escrito el poema “verdadero”– sigue siendo inaccesible:

Creíamos que ordenando palabras al azar
podríamos evitar la ideología. Estábamos en lo cierto.
Pasamos, luego, a estar completamente equivocados. De eso se trata California.

Tras la institucionalización de las vanguardias y del experimentalismo, el viejo sueño transgresor del arte parece terminado, pero no porque no sea ya posible la transgresión, sino porque parece obligatoria. Como se lee en uno de los poemas centrales de Las figuras de Lichtenberg, ya no se puede sino transgredir:

El establishment poético ha cooptado la contradicción,
y el establishment poético no ha cooptado la contradicción.
¿Estos poemas son tan sólo aparatosos
o estos poemas son una crítica de la aparatosidad?

De esta manera, quizá la última transgresión que les quede a los poetas sea la reconciliación con la tradición:

Lo que queda, tal vez, de innovación
sea un conservadurismo en paz con la contradicción,

mientras el cielo transgrede su marco
pero obedece al museo.

En el poema, el cielo –un símbolo posible de la fuerza liberadora de la poesía y del arte–, por más que logre transgredir su marco, sigue confinado a la institucionalización del museo. Luego, en Ángulo de guiñada, reaparece de manera más explícita la nostalgia por un arte que trascienda su mera institucionalización:

SI ESTÁ COLGADO EN LA PARED, es un cuadro. Si se apoya en el piso, es una escultura. Si es muy grande o muy chico, es conceptual. Si forma parte de la pared, si forma parte del piso, es arquitectura. Si hay que pagar entrada, es moderno. Si ya estás adentro y tienes que pagar para salir, es más moderno. Si puedes estar adentro sin pagar, es una trampa. Si se mueve, está pasado de moda. Si tienes que mirar para arriba, es religioso. Si tienes que mirar para abajo, es realista. Si lo compraron, es de sitio específico. Si, para verlo, tienes que pasar por un detector de metales, es público.

El arte, pareciera lamentarse Lerner, ha perdido toda especificidad formal y lo único que lo legitima es su contexto: en dónde está ubicado, quién lo va a consumir, con qué instituciones se relaciona. El último “verso” de este poema en prosa es particularmente revelador, porque rompe con la autorreferencialidad del discurso de la crítica de arte para insertarlo en la política.
        La insistencia en el discurso solipsista de la crítica de arte no es una excusa sino más bien un vehículo para hablar de política en el sentido amplio. El solipsismo estanco de la jerga académica y artística se traduce en la inmovilidad cívica que Lerner encuentra en la sociedad estadounidense:

LA TECNOLOGÍA LÁSER ha cumplido el viejo sueño de nuestra gente de una cuchilla tan delgada que la persona que corte a la mitad permanezca de pie y con vida hasta que se mueva y se parta. Hasta que nos movemos, ninguno de nosotros puede estar seguro de que no haber sido ya cortado a la mitad, o en varias partes, por una cuchilla de luz. Lo más seguro es suponer que ya nos han cortado la garganta, que la más ligera alteración de nuestra postura nos producirá una decapitación indolora.

Es evidente que la técnica, un tema recurrente en su poesía, provoca en Lerner una poderosa fascinación, que se acompaña de una fuerte nostalgia por un pasado tácitamente idealizado. La inmovilidad aparece aquí asociada a la emoción más frecuente en la poesía de Lerner: la insensibilidad. Esa “decapitación indolora” es producida por una “cuchilla de luz”, tan delgada que parece invisible, que remite a otro de los temas fundamentales: la preeminencia de lo visual, tanto en la estética como en la política contemporáneas, dos campos cuya superposición y connivencia (el público y lo público, etc.) Lerner remarca y satiriza con elegancia, a pesar de que se trata de un tema muy transitado por la crítica. Esa inmovilidad se asocia con el miedo omnipresente en la cultura estadounidense, otro de los temas que aparecen una y otra vez en Ángulo de guiñada –temor a hablar en público, gafas para el miedo, etc. Pero también parece haber un juicio moral:

SOMOS UN PUEBLO ESTÚPIDO Y MEZQUINO, pero no carecemos de musculatura lisa. Cuando nos ofendemos, decimos: ¿Cuál es la idea acá? Fuera de eso, no nos preocupamos. En vez de un genio nacional, una lírica autóctona enroscada entre las celosías de la gramática. Las abejas que enviamos al espacio dejaron de dar miel. Como un hombre, los monos lloriquearon. La noche que el transbordador se vino abajo en su reingreso, se podía abrazar a cualquiera que encontraras. Nosotros simplemente nos tiramos en la playa. La mejor noche de nuestras vidas.

Tras acusar a sus compatriotas de mezquindad, un defecto moral que volverá a resonar en el título en inglés de Camino libre medio, Lerner se burla de manera despiadada. Al afirmar que los estadounidenses “no carecemos de musculatura lisa”, básicamente los reduce a una masa de carne que se agita sin consciencia al arbitrio del sistema nervioso autónomo. El espectro de acción del ciudadano se limita a movimientos involuntarios y prosaicos como la digestión y la excreción, porque todo ejercicio de la voluntad -política- acarrea una amenaza, el filo invisible de una cuchilla de luz o el brillo irresistible de una pantalla.
       Esta amenaza viene casi siempre del aire. Hay, sobre todo en Ángulo de guiñada, una obsesión con el vuelo y con lo aéreo que remite, por supuesto, a los ataques del 11 de septiembre de 2001. El título, otro término técnico, hace referencia al movimiento lateral de la proa de una aeronave. La alusión a ese suave viraje lateral, a la derecha o a la izquierda, en el que puede verse un símbolo de la engañosa alternancia bipartidista que domina la política estadounidense, contrasta de manera drástica con la trayectoria vertical que llevó a los aviones de pasajeros piloteados por terroristas a hacer colisión con las Torres Gemelas. También abundan referencias retrofuturistas a vuelos espaciales, quizás una ironía teñida de nostalgia sobre cómo un país, que durante la Guerra Fría disputó cabeza a cabeza la carrera espacial con la Unión Soviética, apenas diez años después de la desaparición de su rival recibió un golpe de muerte, también desde el cielo pero mediante un vehículo tecnológico mucho más primitivo.  Pero la insistencia en la figura del astronauta resulta muy sugerente, no necesariamente por sus implicancias políticas:

LOS ASTRONAUTAS AL VOLVER casi siempre caen en una honda depresión. Los asalta un deseo incontrolable de subir de peso. Al atardecer, se los ve deambulando por el parque con pijamas de seda, ante las burlas de los niños y seguidos por perros. La prolongada ingravidez destruye los huesos, los músculos, y, finalmente, la laringe, por lo cual, cuando vuelven a la Tierra, constatamos que su voz se ha reducido a una especie de silbido quedo, que es a la vez agudo y suave y sólo inteligible para otros astronautas, un silbido que parece, pero no es, a pesar de lo que diga el gobierno, una canción.

Más allá del decorado en que transcurre, el poema repite de manera sorprendente –o tal vez no– la escena de “El albatros”, de Charles Baudelaire, una de las representaciones más característicamente románticas del poeta como inadaptado:

Por diversión, a veces, los marineros cazan
algún albatros, grandes pájaros de los mares,
que siguen, indolentes compañeros de viaje,
al barco que navega sobre abismos amargos.

No bien los dejan sobre las planchas de cubierta,
esos reyes del cielo, torpes y avergonzados,
arrastran, lastimosos, sus grandes alas blancas
al costado del cuerpo, como si fueran remos.

¡Ese viajero alado, qué tosco ahora, y qué enclenque!
¡Tan bello hace un instante, qué feo y qué ridículo!
Para burlarse, uno le da a fumar en pipa;
otro, haciéndose el rengo, imita al que volaba.

El poeta es semejante al señor de las nubes,
que vive en la tormenta y se ríe del arquero;
exiliado en el suelo, abucheado por todos,
sus alas de gigante le impiden caminar.

En ambos casos, el sujeto experimenta una caída de un estado ideal de elevación y, al verse fuera de su hábitat, se convierte en el hazmerreír de personajes investidos de menor dignidad o autoridad –marineros, en Baudelaire; niños y perros en Lerner.  En ambos casos, la analogía con el poeta es bastante transparente. Mientras que Baudelaire lo compara de manera explícita con el ave, majestuosa en el cielo y patética en la tierra, Lerner habla de un silbido casi imperceptible que se sustrae tanto de la dimensión profana de la comunicación –porque sólo lo entienden otros astronautas– como de la determinación institucional, puesto que “no es, a pesar de lo que diga el gobierno, una canción”.
       En Ángulo de guiñada se establecen todo el tiempo relaciones entre el campo semántico del cielo y las estrellas, el lenguaje y la poesía, y la política. Por ejemplo:

LA TERCERA SECCIÓN DEL ESTÓMAGO DE UN RUMIANTE se llama salterio porque, al cortársela, se abre como las hojas de un libro. La fruta tiene forma de estrella cuando se la corta de manera transversal, y por eso se la llama fruta estrella. Nuestro pueblo a menudo llama a los objetos según la forma en que los destruimos.

Esta vez las estrellas no aparecen en el cielo, sino en el corazón de una fruta que, como en el caso de la potencial víctima del poema sobre la cuchilla láser, ha sido partida a la mitad. Aquí tiene lugar –enfatizada, además, por el pasaje de la exterioridad de las estrellas a la interioridad de la fruta– una inversión irónica del antiguo sueño tópico de un lenguaje que traduzca el mundo de manera motivada y necesaria. En vez de darles nombres a las cosas de acuerdo a cómo están hechas, se trata de nombrarlas según se las destruye.
       En la pieza central de Ángulo de guiñada, “Elegía didáctica”, que trata de los atentados del 11 de septiembre de 2001 desde el engañoso punto de vista de la crítica de arte, la relación entre estética y política alcanza su mayor tensión. Poesía y artes visuales se enlazan en la homofonía de dos significantes centrales –el ojo (“eye”) y el yo (“I)– y en la polisemia de un tercero: “line”, que en inglés significa tanto “línea” como “verso”. El poema, que ocupa en la obra de Lerner un lugar similar al del “Autorretrato en un espejo convexo” de Ashbery, en tanto deja de lado los procedimientos acostumbrados de contraste y sigue de manera lineal una estructura lógica, gira en torno a las relaciones entre los conceptos de sentido, representación, forma y política.
Un análisis más detallado de este poema exigiría abundar en prolijidades académicas que exceden los límites de este prólogo. Sin embargo, vale la pena detenerse en las estrofas en que Lerner, para hablar de una “lírica negativa”, vuelve una vez más a las estrellas:

La lírica es un trastorno estelar.
La relación entre el yo lírico y el poema lírico
es como la relación entre una estrella y la luz de las estrellas.
El poema y el yo no son jamás idénticos, y su distancia puede medirse en tiempo.
Algunos poemas líricos se hacen visibles mucho después de que deja de existir lo que los originó.

El cielo es anacrónico. De la misma manera, la lírica
experimenta un retraso respecto de la subjetividad que pretende expresar. Expresar este desajuste
es tarea de la lírica negativa,
que no existe.

Si acaso la lírica negativa llega a existir, va a ser repetitiva.
Estará diseñada para caer por anticipado, y producir una imagen
que transmita la imposibilidad de la transmisión. Este gesto familiar,
como una firme pincelada negra sobre un campo blanco,
va a enfatizar la monotonía, que es el fracaso del énfasis.

La crítica se repite en busca de énfasis.
Pero, dado que la repetición enfatiza solamente el fracaso del sentido,
incurre en contradicción.
Cuando las contradicciones son intencionales, se vuelven líricas,
y la ausencia del yo se experimenta como una presencia.

Si acaso la lírica negativa llega a existir, afectará la monotonía
sin efecto alguno.
El fracaso de la monotonía será una expresión de profundidad.

Por momentos, Lerner parece olvidarse de cortar la etiqueta imaginaria del precio, y la presencia de cierto canon teórico –son recurrentes en el poema alusiones al concepto derridiano de la diferancia y a la idea de Adorno de negatividad–, a pesar de la excusa del didactismo, se vuelve algo ostentosa. Sin embargo, detrás del aparato teórico, que no encontraría objeciones en una currícula académica contemporánea, vuelve a sugerirse una idea de la poesía como la emanación, aun diferida, de una instancia trascendente. La dialéctica entre oposiciones especulares y solidarias (monotonía/énfasis, presencia/ausencia) no hace más que subrayar la inspiración romántica que declara el epígrafe de Novalis. Pero no se trata de la vulgata maniquea del poema como expresión de una subjetividad, sino un intento de recuperar la herencia del romanticismo rigurosamente teórico –aunque no por eso menos lírico– de los hermanos Schlegel y su extraña comuna hippie de Jena, en los que reflexión e ironía eran conceptos fundamentales. Tal vez, por esa impronta romántica, de la que las vanguardias históricas se hicieron deudoras en su intento por fundir la literatura y la vida, Lerner se haya volcado a la novela –tiene dos publicadas–, haciéndose eco del conocido fragmento del Athenäum de F. W. Schlegel:

La poesía romántica es una poesía universal progresiva (…) Quiere y debe mezclar poesía y prosa, genialidad y crítica, poesía del arte y poesía de la naturaleza, fundirlas, hacer viva y sociable la poesía y poéticas, la vida y la sociedad, poetizar el Witz y llenar y saciar las formas del arte con todo tipo de materiales de creación genuinos, y darles aliento a las vibraciones del humor (…) Como la epopeya, sólo ella [la novela] puede devenir espejo de la totalidad del mundo circundante, imagen de la época. Y es, eso sí, superior su capacidad para volar con las alas de la reflexión poética entre lo representado y lo que representa.

       Paradójicamente, en Camino libre medio utiliza un procedimiento más experimental como vehículo para una poesía que es lírica en un sentido más clásico. Se trata de dos series de collages poéticos dispuestos especularmente en cada página, uno encima de otro, encabezadas por una dedicatoria de naturaleza amorosa y jalonadas por sendas “Elegías Doppler” ubicadas entre ellas y al final. En estos poemas, si bien vuelven a aparecer imágenes recurrentes que los vinculan con libros anteriores –por ejemplo la nieve–, la segunda persona cobra más importancia, así como la experiencia del amor conyugal. Asimismo, en los inéditos reunidos en este volumen parece continuar esa misma tendencia de retorno a cierto lirismo clásico. Se trata de poemas unitarios, que a diferencia de los textos de los libros anteriores funcionan perfectamente de manera autónoma, lo cual tiene que ver sin duda alguna con su primera aparición en revistas. ¿Se habrá hecho eco Lerner de la famosa abjuración de Goethe (“Clasicismo es salud, romanticismo enfermedad”)?. Seguramente no. Lo más probable es que en este retorno, si lo hay, haya encontrado, finalmente, su “conservadurismo en paz con la contradicción.”


Ezequiel Zaidenwerg 2015







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